2001
– 20 de diciembre - 2011
Los años ’90 fueron un momento
de importante avanzada patronal, marcados por el ajuste, la flexibilización
laboral y la desocupación. El gobierno lo encarnaba el PJ capitaneado por el
actual senador “cristinista” Carlos Menem, y lo acompañaban, entre otros,
Aníbal Fernández y Néstor y Cristina Kirchner. La CGT , como siempre, trabajaba
para contener y aplastar toda posible reacción de la clase trabajadora.
Ya a mediados de la década,
distintos sectores del pueblo, principalmente organizaciones de trabajadores
desocupados, junto a trabajadores estatales, estudiantes, jubilados y otros
sectores populares, empezaron a desplegar la resistencia, con piquetes,
movilizaciones y tomas de tierras y de edificios públicos.. Los nombres de
muchos caídos se hicieron bandera popular: Víctor Choque, Teresa Rodriguez, Aníbal Verón…
Cuando la movilización
antimenemista crecía enormemente, el progresismo político y sindical tató de
salvar las papas al régimen, contribuyendo a la salida institucional de la Alianza (UCR-Frepaso),
integrada por la izquierda socialdemócrata y apoyada por la
CTA. Fue un parche de dos años.
La política del peronismo, fue
retomada por De la Rúa
y Chacho Álvarez, junto a otras figuras del kirchnerismo, como Nilda Garré.
Siguieron el ajuste, la flexibilización, la desocupación y la represión, y se
integró a Domingo Cavallo, ministro de economía de Menem y claro representante
de la entrega y el ajuste.
A fines de 2001, la
movilización popular irrumpió definitivamente. La pauperización y la miseria
llevó a los sectores más pobres del pueblo a apropiarse de lo que les era
negado, por medio de los saqueos. La gravedad de la crisis llevó al gobierno a
avanzar sobre los ahorros de las clases medias, sumando un nuevo actor al
repudio. Los sectores que habían alcanzado algún nivel de organización, sobre
todo desocupados, se mantenían en la calle.
La represión se llevó hasta el
punto de declarar el estado de sitio, lo que hizo explotar la bronca: la
movilización espontánea llenó las calles el 19 de diciembre, y ante la
respuesta represiva, el 20 de diciembre el pueblo lucho duramente en la calle
hasta voltear al ministro de economía primero y al presidente después.
20 de diciembre: un punto de inflexión
Las jornadas de lucha en Plaza
de Mayo fueron principalmente espontáneas, aunque algunos agrupamientos con
cierta experiencia en la lucha de calles contribuyeron en distintos puntos a
organizar la confrontación, desplegando barricadas y formas elementales de
autodefensa.
La denuncia popular demostró
el profundo hartazgo frente a las condiciones de vida y de gobierno, apuntando
claramente contra los responsables políticos de los principales partidos
patronales (UCR-Frepaso y PJ) y sus instituciones.
Fueron luchas que dejaron un
duro saldo para el pueblo, con 39 compañeros caídos, y que, al mismo tiempo,
brindaron una importantísima experiencia para una enorme camada de luchadores.
La composición de quienes
enfrentaban al gobierno y su represión fue heterogénea: había trabajadores
desocupados, estudiantes, sectores de clase media, y también trabajadores en
actividad de distintos perfiles y ramas, aunque dispersos y carentes de
cualquier tipo de organización de clase. Su eje estructurador fue el encuentro
entre las organizaciones de desocupados y la clase media ofuscada, sintetizado
en la consigna “piquete y cacerola, la lucha es una sola”. La clase obrera no
fue protagonista: no tenía organismos independientes que la nucleen con los que
intervenir. Obviamente, las burocracias de la CGT y la
CTA estaban ausentes.
Ninguna organización de la
izquierda fue protagonista. Los militantes honestos y entregados de diferentes
corrientes pelearon codo a codo junto al pueblo, pero no existió ninguna
organización con capacidad, disposición e influencia capaz de jugar un rol
orientador en la lucha.
Estas condiciones, le ponían
un techo a la movilización.
A su pesar, la burguesía
demoró en empezar a controlar la situación. Durante las siguientes semanas la
movilización se mantuvo en niveles altísimos. La convocatoria ya no era tan
espectacular como la del 19 y 20, pero, al mismo tiempo, los niveles de
organización y combatividad crecieron. El 29 de diciembre, la movilización
inundaba la Plaza
de Mayo y el Congreso, incendiado en parte, para voltear a Rodríguez Saa, el
recambio propuesto por el PJ, luego del fracaso de otro de sus hombres, Ramón
Puerta. Una movilización importante siguió sosteniéndose durante toda la
primera mitad de 2002.
Indiscutiblemente, la
irrupción de masas de 2001 significó un quiebre que abrió nuevas perspectivas
para la lucha popular. El reconocimiento de la propia fuerza, el saber que la
lucha orientada en un mismo sentido puede derribar gobiernos y definir agendas
políticas se convirtió en una gran lección. Esa impronta repercutió
positivamente en aquel tiempo. Se desarrollaron ámbitos de organización. Se
ocuparon algunas fábricas en quiebra y otros sitios que sirvieron para la
organización popular. Las asambleas barriales y los movimientos sociales de
distinto tipo se extendieron significativamente, abriéndole la puerta de la
política a nuevos sectores.
Nunca existió, como luego
dirían algunas lecturas impresionistas, un proceso revolucionario ni nada que
se le parezca. La revolución es un proceso complejo, de gran confrontación y de
largo aliento, que no se define por un levantamiento popular espontáneo, por
mas masivo que sea. Pero las luchas de este tipo son muy significativas para el
avance de la conciencia y la organización popular, y pueden aportar mucho, en
ese sentido, al fortalecimiento de una perspectiva revolucionaria.
Entonces, la posibilidad de
acumular políticamente esa experiencia, para que abone un proceso de
organización con perspectiva revolucionaria, fue muy limitada. En primer lugar,
por la inexistencia de un partido y aún
de organizaciones revolucionarias con cierta ascendencia. En segundo lugar, por
el descrédito en el que cayó gran parte de la izquierda, al desarrollar
prácticas incorrectas, como intentar asumir la dirección de movimientos
sociales y barriales sin contar con el respaldo de sus miembros (recordemos que
más de una vez partidos de izquierda llegaron a ser expulsados de asambleas o
movimientos populares, por ese “aparateo”). En un contexto de descrédito de la
política tradicional, estas situaciones repetidas abonaron un discurso
macartista de rechazo general de los partidos, más allá de su orientación
política, que se impuso durante varios años y que aún pesa sobre el movimiento
popular.
Aprovechando nuestros límites,
la burguesía empezará su recomposición, pero el 2001 dejará también una gran
experiencia al pueblo trabajador que está aprendiendo, as su vez, lecciones de
su propia lucha.
La rearticulación de la burguesía
Cuando las clases dominantes,
a fuerza de represión y aprovechando el desgaste y la espontaneidad de la lucha
popular, logaron sostener un nuevo presidente sin que fuera volteado por la
movilización, comenzaron una tarea de recomposición que llevaría años. Otro
dirigente del PJ, Eduardo Duhalde, asumió la presidencia a principios de 2002,
centrando su proyecto de recomposición en la distribución de planes sociales y
una represión que intentaba desarticular al movimiento de resistencia,
impulsando desalojos y golpeando la movilización. Así se llegó a la represión
del Puente Pueyrredón y el asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán
el 26 de junio de 2002, en un operativo dirigido, entre otros altos
funcionarios, por el actual jefe de gabinete kirchnerista Aníbal Fernández.
El duhaldismo jugó un papel
orgánico y fundamental para la burguesía en ese momento: avanzar hacia el
disciplinamiento social y la reinstitucionalización. En medio de un rechazo
generalizado a los políticos peronistas y radicales y a las instituciones de
gobierno, el PJ, de la mano de Duhalde logró meter un nuevo proceso
eleccionario, el menos concurrido en largas décadas, pero que permitió, ante el
desgaste de su propia figura, colocar a su delfín pejotista: Néstor Kirchner.
Su tarea fundamental sería reconstituir la legitimidad de las instituciones
democráticas y sus partidos, consiguiendo el consenso de amplios sectores que
habían llegado a un descrédito absoluto.
El kirchnerismo no se privó de
reprimir, pero asumió, a su vez, una nueva política centrada en la cooptación y
la apropiación de banderas y reclamos populares desde el estado y el gobierno,
buscando el apoyo y la integración de importantes franjas críticas. Así, se
apropió de reclamos históricos de los organismos de DDHH y el movimiento
popular, como el juicio a los genocidas y la nulidad de las leyes de impunidad,
quienes ahora volverían a ser enjuiciados bajo la tutela del mismo PJ. Por
supuesto, eso podía hacerse en relación a algunos gerontes que habían dirigido
la represión hace 30 años, pero nunca con quienes la estaban garantizando en
ese mismo momento. Así, por ejemplo, Ernesto Weber, quien comandó el grupo
policial que el 20 de diciembre mató a Petete Alirón fue ascendido a comisario
en la era kircnerista, y Aníbal Fernández, co-responsable de la muerte de Darío
y Maxi, premiado con cargos de primer nivel. Pero esa política de apropiación
de demandas históricas, aunque parcial y limitada a hechos más bien simbólicos
le permitió al gobierno cooptar figuras y organismos como HIJOS, Abuelas o
Madres de Plaza de Mayo. La cooptacíon se desplegó también con fuerza sobre
muchos movimientos de desocupados, que fueron tentados con la caja de los
planes a cambio de su integración a las filas oficiales. Este tipo de medidas y
cooptaciones le permitieron al kirchnerismo garantizar la estabilidad de la
dinámica capitalista (dando “seguridad jurídica” al empresariado), reposicionar
a los viejos y desprestigiados políticos y partidos burgueses en la dirección
del país, reforzar el aparato burocrático de los sindicatos y reconstruir una
red punteril con los viejos caudillos y los nuevos punteros que abandonaron los
movimientos de lucha y se subordinaron a la lógica oficial.
El modelo kirchnerista es, de
este modo, la respuesta que la burguesía argentina encontró frente a la crisis
y la lucha popular de 2001, para defender la permanencia del régimen de
explotación actual, aprovechando las particulares condiciones de recuperación
económica.
La recomposición de la clase trabajadora
La potencialidad de las luchas
de 2001 se veía limitada por la incapacidad de desarrollarla por canales
orgánicos para una política de clase. Estaban ausentes la clase trabajadora
organizada y los partidos u organizaciones revolucionarias que pudieran
contribuir a orientar y, al mismo tiempo, nutrirse y fortalecerse a partir de
estas experiencias de lucha. Así pasamos los trabajadores por el 2001, y a
partir de ahí se imponían tareas inminentes, para salvar las carencias y estar
en mejores condiciones para la lucha por venir.
En aquella época, con el auge
de los movimientos de desocupados, se habían desarrollado teorías que hablaban
del cambio de sujeto revolucionario, y llevaban a centrar la militancia para la
organización y el desarrollo de la conciencia política en estos sectores
pauperizados, abandonando fuertemente el trabajo en la clase obrera ocupada. El
reconocimiento de este gran límite en el desarrollo de la organización de clase
(expresado notablemente en la ausencia de la clase obrera organizada en el más
alto auge de masas de los últimos años), dio lugar a un replanteo de la
orientación del activismo político, algo que se vio reforzado con la
integración al trabajo (casi siempre precario) de sectores desocupados, en el
contexto de crecimiento económico de los últimos años. En este período se forjó
un nuevo activismo obrero antiburocrático que, aunque aún es incipiente, ha
logrado imponer su agenda más de una vez en la arena nacional (Kraft,
Ferrocarril Roca, Subte, Fate, Arcor, Hospital. Garrahan, Línea 60, y muchos
otros). La existencia, en la actualidad, de toda una serie de seccionales,
cuerpos de delegados, comisiones internas, listas y delegados antiburocráticos,
es demostrativa de este avance, algo que necesitamos seguir desarrollando y que
nos permitirá abordar otros momentos de crisis y convulsión social en mejores
condiciones organizativas y con mayor perspectiva de avance.
El otro gran ausente de 2001
fue el partido revolucionario. Los trabajadores no teníamos entonces, y aún no
hemos logrado conformar, una dirección política que nuclee a lo mejor del
activismo obrero y popular, y que se organice e intervenga en la lucha de
clases con la vocación de desarrollarla para contribuir a una perspectiva
revolucionaria. También en aquella época había fuertes impedimentos
político-ideológicos para avanzar en este sentido, algo que se plasmó en el
desarrollo de las concepciones autonomistas. Éstas habían sido abonadas por el
auge de las teorías postmodernas sobre la posibilidad de cambiar el mundo sin
tomar el poder, por el rechazo a muchas de las prácticas de los partidos más
tradicionales de la izquierda, y por la ilusión de que por medio del trabajo en
los barrios y en las fábricas recuperadas se podía construir un “poder”
paralelo que, sin confrontar con el poder central del estado capitalista,
pudiera forjar una nueva sociedad. El fracaso de las perspectivas autonomistas,
a partir de la avanzada estatal gubernamental (con represión, cooptación,
retiro de planes sociales, etc.) evidenciaron la vigencia de tareas centrales
de la revolución, como es la necesidad de la toma del poder del estado y la
organización política de la vanguardia en un partido que promueva y centralice
la lucha por el poder. Desde entonces, junto a la existencia de los partidos
tradicionales de la izquierda, se han dado numerosos intentos de organización
de grupos que se plantean una perspectiva revolucionaria y que pretenden
aportar a la construcción de un partido que asuma esa responsabilidad. En ese
camino, varios nucleamientos hemos avanzado parcialmente en la estructuración
de un perfil partidario, como paso hacia la construcción de una organización de
mayor envergadura y capacidad de intervención que pueda plantearse una justa
orientación política para las tareas actuales de la revolución. Es un proceso
aún embrionario pero muy significativo, y un correcto desarrollo en este
sentido será un aporte central para una perspectiva de cambio.
De esta forma, con el 2001 se
abrió una agenda fundamental para los trabajadores, que aún está en proceso de
desarrollo y que constituye las tareas centrales de la etapa actual:
profundizar la organización y la lucha del activismo sindical independiente y
avanzar paralelamente, junto a todos los militantes que asumen una perspectiva
revolucionaria para la conquista del socialismo, en la construcción de un
partido revolucionario de los trabajadores.